martes, 24 de septiembre de 2013

Cuando la vida comienza a moverse






Escrito en el cuerpo de la noche
Dir. Jaime Humberto Hermosillo
México// 2000// 128 min.


Nicolás Argelia Ross es un adolescente inquieto. Algún día será director de cine, pero ahora recién acaba de descubrir el inquietante mundo de las mujeres. Hay una escena que lo muestra muy bien: no es tanto la contemplación del cuerpo femenino, sino el aroma a limpio de una mujer joven recién bañada. Pronto el mundo, que hasta ese momento lo constituían el cine, su más grande pasión y su casa, comenzará a parecerle pequeño.

El director de la película, Jaime Humberto Hermosillo, plantea un homenaje al cine mediante una de sus perspectivas más inocentes: la del viaje de descubrimiento. Es un lúcido sueño por los comienzos de un futuro director, quien ama el cine y quiere retratar su entorno. Los personajes que rodean al realizador en ciernes lo maravillan, desde la imagen de una abuela agobiada por la nostalgia ante su pueblo natal hasta los gráciles movimientos de una mujer bailando por toda la casa.

El amor por el cine, nos recuerda, nace del amor por la vida. Que mejor manera de representarlo que como una obra de teatro, donde esos mismos personajes que pueblan la vida cotidiana se desenvuelven a plenitud, escenificando sus dramas a libertad por sus espacios íntimos.

Así, en la mayoría de la película se rehúye de los planos cortos, por lo general se muestran las habitaciones en su amplitud. Nicolás se mueve por ellos continuamente, como lo exige su edad. No está a gusto en ninguno de ellos, pero a la vez son lo más importante (al menos hasta ese momento) para él.

Quienes se encargan de conducir la acción en la película son dos mujeres, una de ellas joven, la otra una anciana. Dos miradas sobre la vida en aparente oposición. La joven, corresponde a una extraña, que se hace llamar “Adela H.” La anciana es Dolores, la abuela de Nicolás, interpretada por una extraordinaria Ana Ofelia Murguía. Entre ellas está la madre, quien no funciona como agente activo.

La abuela Dolores desgrana los recuerdos pasados, añorándolos, a sabiendas de que nunca volverán. A diferencia de las ancianas que la pasan en una mecedora, casi renunciando a vivir, la abuela Dolores es un personaje que celebra la vida. Se enorgullece del pasado, es consciente de su precariedad, pero no por ello se refugia inocentemente en él. Acepta que cuando la vida llama es necesario hacer caso, y todo lo demás debe girar en función a eso.

Mientras que Adela H. vive enfrentada con un presente de insatisfacción, de continuos cambios de ánimo, diferentes roles que debe cumplir para quedar bien con los demás y con ella misma. Sus apariciones nos recuerdan el mundo exterior que no se ve en pantalla, el de la calle violenta, llena de gente, de automóviles, de pobreza y marginación. Se enfrenta a él hasta en su última escena, recordándonos que este enfrentamiento diario también lastima.

Ambas mujeres motivan, de distinta manera, a que Nicolás salga de su capullo. Solo la madre es incapaz de advertir el cambio inminente, la puesta en marcha de la vida para su hijo, sin darse cuenta que incluso en ella misma se gesta un cambio; anuncia su posición desde el principio de la película al llamar a su hijo “mi niño”.

Nicolás no es el agente pasivo que se transmuta en el héroe, sino el campo de tensión entre la contemplación y la acción que, por ejemplo, se ejemplificará también de manera muy simple algunos años después en los personajes protagonistas del documental de ficción Ver Llover (Dir. Elisa Miller, México, 2007)

Que mejor manera de moverse cual péndulo entre estos dos polos que el descubrimiento de la sexualidad, uno de los temas principales de esta película. Bien lo dice la abuela Dolores cuando celebra la aparición del firmamento: “las estrellas están escritas en el cuerpo de la noche”, que es un anhelo y al mismo tiempo un recordatorio de lo que somos, pues nuestra vida principia bajo su cobijo y regresa a ellas ocasionalmente, pero nunca sin despegárseles.







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