lunes, 15 de diciembre de 2014

La futilidad del asesinato y la venganza




Los Hermanos del Hierro
Dir. Ismael Rodríguez 
México// 1961// 95 mins.



Los Hermanos del Hierro es una película que, si bien no se encuentra situada en la llamada “Época de Oro” del cine mexicano y por tanto su conocimiento entre el gran público es menor en comparación a obras de gran valía como por ejemplo “María Candelaria” o “Los Olvidados”, tampoco se queda a la zaga, pues es considerada por la crítica cinematográfica como una de las mejores películas mexicanas de la historia.

De entrada sorprende por no ser, a diferencia de otras películas ambientadas en el México posrevolucionario, un drama convencional salvado por el héroe ranchero o por dejar abierta la posibilidad de un futuro promisorio para un grupo de personajes al final de la historia. Al contrario, es implacable en su pesimismo, y si bien contiene moraleja, su efecto en el espectador es tan amargo como el sabor de una medicina amarga.


El guión sobre el cual está hecha la película, un impecable trabajo firmado por el prolífico escritor hidalguense Ricardo Garibay, nos sitúa en una parte del México posrevolucionario cercano a la frontera con los Estados Unidos, habitado por rancheros de reacio carácter, aclimatados a la vida diaria en las secas planicies, donde crece poca vegetación y el único medio de subsistencia es la cría y venta del ganado.


Desde las primeras tomas abiertas el espectador se siente como ante los paisajes de los Westerns estadounidenses, lugares remotos donde aparecen de vez en cuando algunas poblaciones que anuncian la presencia de familias que mediante su tenacidad se imponen de continuo a la hostilidad del medio, donde para moverse al núcleo humano más cercano se hacen viajes en carretas tiradas por caballos que duran varios días. Y finalmente el rasgo que más lo emparenta con aquel género clásico del cine: el asesinato como moneda de cambio por medio de la cual se adquiere el poder sobre una tierra, bienes o las vidas de los hombres.


Los temas principales de la obra son el asesinato y la venganza, mismos que no tardan en anunciarse en pantalla, pues desde la primera escena se establece el tono lúgubre y violento de que estará impregnada toda la película. El asesinato a sangre fría del patriarca de la familia del Hierro a manos de un pistolero temido en toda la región, cuyo motivo nunca llegaremos a conocer (aunque para efectos de la trama poco importa), será el detonante de una venganza que poco a poco arrastrará a los sobrevivientes de la familia del Hierro, ahora encabezados por la viuda (interpretada por una demencial Columba Domínguez) en un camino de derramamiento de sangre inútil, de intranquilidad y miseria humana.


Pronto los huérfanos, dos niños varones, son obligados por su madre a prepararse para ejecutar un acto criminal. Alentados por el rencor ante aquel que le arrebató el cuerpo cálido del hombre que sentía diferente a todos los demás, desposeído de ese carácter violento que constituye a los hombres de esa tierra maldita, ahora solamente recuerdo incesante que la martiriza en el silencio de las noches solitarias de su habitación, son entrenados a regañadientes más en el arte de la pistola que en el cuidado de su pequeña hacienda, el cual queda a cargo casi por completo en las manos de la demacrada viuda con tal de que ellos cumplan con su cometido.   


Afortunadamente para la historia, la imagen decisiva, la del odio reconcentrado que envenena todo lo que toca, es mostrada con rotundidad por la actuación de Columba Domínguez, que lleva sobre sus hombros durante toda la película esa incapacidad para asumirse como algo más que impotencia, hueco frío de extensión insondable, dolor en continua actualización que ha acabado con cualquier esperanza de una mejor vida. Si se me permite el atrevimiento, su caracterización es lo que más se asemeja en el cine mexicano al personaje literario de Pedro Páramo escrito por Rulfo, en especial en ese poético retrato aparecido hacia el final de la novela de su marchita figura a la entrada de la Media Luna abandonado a la miseria más abyecta.


Conforme sus hijos, Reinaldo y Martín (interpretados por Antonio Aguilar y Julio Alemán, respectivamente) crecen y alcanzan la madurez, la mujer permanece inmutable en su deber, como un espejo que refleja los actos más innobles que habrán de ejecutar sus vástagos en muy poco tiempo. Madre que en lugar de administrar sosiego, de confortar a los suyos, los urge en todo momento a vengar la muerte del padre, sin importar que en el camino sean sacrificados sus deseos personales.


A partir de ese momento, los actos de los afligidos herederos del Hierro estarán motivados por el veneno materno, pasando a ser solo una extensión de su impotencia. Testigo de cómo al paso de los años la tierra a su alrededor se vuelve cada vez más hostil, imitando su propio carácter incapaz del perdón, anclada en un pasado que en lugar de consolarla la tortura de continuo, la madre de la familia Hierro pronto se erige como un arquetipo de la violencia sin sentido.


Aunque los hermanos del Hierro se muestran distantes en un principio, dispuestos a cumplir solo por obedecer a aquella que les diera la vida, sobretodo Reinaldo (el mayor, en todo momento protector del inestable Martín) a quien la locura homicida no parece afectarle como su hermano pronto lo demostrará, conforme avanza la historia y los acontecimientos se precipitan, el espectador se percata de que la diferencia entre cumplir un deber y hacer lo que uno quiere no implican seguir caminos distintos, sino que se imbrican de manera funesta.  El lugar para la esperanza, para la capacidad de rectificar, está muy lejos de ser una alternativa al alcance de la mano.


Los hermanos del Hierro son arrojados a una vida fugitiva, alejada de toda posibilidad de construir a su vez una familia como lo hiciera su padre, pues ellos a diferencia de él, han aceptado matar una y otra vez. Y es aquí cuando la mirada aguda del director Ismael Rodríguez se deja ver, con la mostración de la brutalidad de los actos.


A diferencia de otras películas donde el asesinato es apenas algo accidental, como si los mismos hechos de la historia así lo exigieran, justificado por abonar una tragedia más al drama para que después haya a su vez un momento de compensación, en Los hermanos del Hierro se acentúa la banalidad de la muerte violenta, mera repetición producto de un acto enloquecido, que no puede explicarse más que en el traumático recuerdo del padre muerto de improviso en la mente del menor de los del Hierro.


La cura para el comportamiento del sanguinario Martín del Hierro, a quien su hermano busca ayudar sin éxito, está incluso lejos de encontrarse en la asimilación del personaje de pistolero a sueldo. La figura de Martín es la del irreflexivo, el hombre ingenuo apenas consciente de sus actos conforme los realiza, que intenta encubrir su psique atravesada por la violencia homicida con un comportamiento despreocupado, casi desmadroso que después de todo solo quiere pasársela bien y, si se puede, casarse con una buena mujer para formar una familia y establecerse.       


Por otro lado, Reinaldo, a quien un joven Antonio Aguilar logra impregnarle nobleza y fraternidad, es a pesar de sus continuos esfuerzos por redirigirlos a él y su hermano por el buen camino, cómplice del comportamiento enloquecido de su hermano. Sus desinteresados intentos, guiados únicamente por el amor que le inspira su hermano de quien se cree responsable en todo momento (al grado de acompañarlo por donde quiera que vaya), aún cuando ello signifique sacrificar su propia perspectiva de formar una familia para que él sí pueda tenerla y de encaminar su vida hacia la tranquilidad del trabajo, son frustrados continuamente por aquello que se ha arraigado, una naturaleza incontrolable.


La violencia y sus terribles consecuencias no están únicamente en el personaje que interpreta con finura un casi debutante Julio Alemán, en su atormentada cabeza que le trae a la mente el recuerdo de la muerte de su padre. Están a su alrededor, en la gente con quién se encuentra, en el aire polvoso de esa árida parte del planeta que le tocó habitar. Ni siquiera la madre es el origen, pues ella solamente tomó la estafeta de la misma forma, un peón más de otra que ya se venía gestando en su incapacidad para aceptar los hechos de su propia vida.


¿Cómo escapar de ese instinto homicida, cuando se nutre del miedo y la locura infantiles, alentados por el que se supone es nuestro más caro protector, cuando aquel que debería defendernos de los peligros externos decide educarnos en la venganza? Mejor sería, como le plantea una prostituta a Reinaldo del Hierro mientras su hermano Martín duerme plácidamente a su lado, acabar con aquel atormentado hombre como si de un perro rabioso se tratara. “En algún momento deberás hacerlo”, le dice, y añade “incluso yo que lo quiero lo admito”. La posibilidad más humana, el acto más valeroso es aceptar que el mundo estaría un poco mejor si no tuviera eso de incontrolable que habita dentro de nosotros y que todo lo lastima. No hay camino de regreso cuando se elige el asesinato, ni siquiera la posibilidad de redención aparece en un lugar donde todos parecen ser culpables, ya sea por acto u omisión.


Da igual que la acción y sus protagonistas transcurran en México, porque bien pudieron haber sido parte de la Saga de Nial o La Ilíada, obras literarias cumbre de la épica antigua cuyos personajes no dudan empuñar las armas con tal de defender un agravio o vengar la muerte de uno de sus semejantes, dispuestos a aceptar un destino aciago que no solo los alcanzará a ellos sino también a sus descendientes. Así, el mensaje y la brutalidad con que Rodríguez aborda el tema, así como lo arquetípico de sus personajes, hace de Los Hermanos del Hierro una película de alcance universal, que podría ostentar sin ninguna duda el calificativo de obra maestra.



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